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Fantasmas suburbanos 1971-1992 (II)

martes, septiembre 25, 2012

(Viene de aquí)

Fantasmas, que son mejor que las miasmas
Porque son menos cataplasmas
Ay qúe honor para un señor
Tener valor ante un fantasma
Franz Joham, Fantasmas twist

Se cifra en alrededor de 40.000 el número de viviendas que en España sufren riesgo de inundación. La proliferación de la construcción hizo que se ignoraran los cauces dormidos y la orografía propicia a la formación de torrentes fluviales en caso de lluvias intensas. En las ocasiones en las que el desastre ha ocurrido y la meteorología se ha aliado con una mala planificación urbanística hemos visto cómo gentes modestas habían de achicar agua y barro a paladas de sus casas; familias con el agua hasta el cuello (en más de un sentido) perdiendo todo lo que poseían. Pues bien, una fenómeno similar permeó (risas) los dramas reales y ficticios sobre poltergeists y casas encantadas a partir de los años 70. La teoria de la impregnación residual acercó los fantasmas al pueblo llano como si fueran una catástrofe natural más, una nueva consecuencia de la pobreza y de la escasez de recursos económicos. Parejas y familias recién formadas descubrían que la casa que acababan de adquirir poseía un pasado destinado a atormentarles.

El caso que epitomiza este fenómeno, que en su seminal Danza macabra (1981) Stephen King bautizó como «terror económico,» fue el de la Casa de Amityville, también llamado «El horror de Amityville» al igual que título del libro (inspirado por el lovecraftiano El horror de Dunwich) en el que Jay Anson narraba los sucesos acaecidos entre 1975 y 1976 en aquel pueblo del estado de Nueva York. El presunto origen del caso fueron los crimenes cometidos por un tal Ronald DeFeo, quien en un estado de enajenación, posesión dijeron algunos, asesinó a sus padres y a sus cuatro hermanos en una sola noche de Noviembre de 1974. Un año después la familia Lutz compró aquella casa de estilo holandes tan célebre por sus ventanas que parecían ojos. Los asesinatos de De Feo hicieron que el precio de venta fuera mucho menor que el que correspondería a una vivienda tan regia. Los Lutz, felices por haber encontrado lo que parecía una ganga, se instalaron allí con sus cuatro hijos que traían de anteriores y fallidos matrimonios. Los buenos tiempos duraron poco, empero. Pronto reportaron la ocurrencia de desagradables fenómenos sin explicacion aparente, una panoplia sencillamente maravillosa de sucesos como por ejemplo la presencia de una masa negruzca que brotaba de las paredes, enjambres de moscas en las habitaciones, voces y sonidos guturales, visiones, pesadillas, cantos, música de orquesta y mi favorito, un enorme cerdo fantasmagorico que después de acechar a la aterrorizada familia atravesó corriendo el comedor principal.

Existe un consenso más o menos generalizado sobre lo fraudulento del Horror de Amityville, sobre que resultó ser una fabricación de los Lutz, Anson y del abogado de Ronald DeFeo. No resulta díficil estar de acuerdo si tenemos en cuenta que los Lutz comparecieron tan ufanos en Good morning, America, un programa matutino de televisión para amas de casa, promocionando junto con el actor Josh Brolin la película basada en su propia historia: The Amityville Horror (Stuart Rosenberg, 1979). El film protagonizado por Brolin y Margot Kidder, además de iniciar una saga que dura hasta nuestros días, fue un rotundo éxito de taquilla y contribuyó a elevar el caso a niveles de popularidad desorbitados. Su éxito se cimentó precisamente en que conectaba a la perfección con el miedo de una nueva generación de adultos que veían peligrar sus aspiraciones de bienestar por causas sobrenaturales. Si embargo esas causas, en realidad, enmascaraban otras ansiedades mucho más reales.

Otra serie de películas que indagó en este «terror económico» la inauguró Poltergeist (Tobe Hooper, 1982), que a su vez contó con dos secuelas en 1986 y 1988 que en cierto modo negaban la interesante premisa del film inicial. En Poltergeist hay miedo económico porque se descubre que la vivienda donde Carole Anne y su familia habitan fue construída sobre un cementerio indio. Los constructores, pérfidos ellos, no tuvieron la decencia de exhumar los cadaveres y realojarlos en un camposanto decente. La urbanización, el suburbio, se convirtió así en un lugar amenazante, de apariencia tranquila y pacífica, pero en el que subyacían poderosas fuerzas oscuras desatadas por la avaricia de los vivos. Como argumentaba David J Skal en Monster Show (1993) el depauperado Estado del Bienestar de la América de los 70, desmantelado después por Reagan en los 80, ya no ofrecía protección a las familias que ahora temían por la ruina de sus hogares y el desamparo de sus hijos.

La puerta que se abrió con las teorías de la impregnación fue por tanto el portal a un terror que provenía del hecho de que nuestras vidas modernas y ordenadas están construidas sobre los restos de pasados problemáticos y convulsos: El genocidio de los indios americanos o la violencia de los asesinos en serie, en el caso de los estadounidenses, la Guerra Civil en el nuestro. Porque hay que recordar que el caso de las Caras de Bélmez adquirió un nuevo giro cuando excavaciones en la cocina de la casa hicieron aflorar restos de huesos humanos. Años más tarde quiso verse en los rostros que aparecían en la casa de María Gómez las caras de los muertos durante los combates que tuvieron lugar en el pueblo durante la Guerra. Por supuesto todo aquello fue una pura patraña, servida gracias a la manipulación interesada de un software de reconocimiento facial, pero lo inescapable es que aquella historia era un estupendo cuento, como esos que se cuentan al amor de la lumbre, en la que espíritus y fantasmas regresan para atosigar a los vivos.

Dentro de la temática sobrenatural, las historias con un trasfondo económico resultaban las más tranquilizadoras. Al fin y al cabo se basaban en amenazas externas y que procedían del pasado. Incluso es probable que existiera en todas ellas un germen de verdad: Las viviendas humildes en la que aparecían los fantasmas fueron construidas a toda prisa para absorber flujos migratorios y alojar a las nuevas clases urbanas. Los materiales pobres, la construcción deficiente, las malas instalaciones eléctricas y de fontanería puede que propiciaran la variedad de ruidos extraños y funcionamientos anómalos descritos en la casuística paranormal. Pero estas historias no explican lo masivo del fenómeno ni agotan el catálogo de casos que se produjeron tanto en la realidad como en la ficción durante el periodo que estamos considerando. Existieron otras historias aún más penetrantes, más desasosegadoras. Aquellas en las que el mal radicaba en el núcleo mismo de la familia que las sufrían.

No es casual que casi todas las crónicas sobre poltergeists se centraran en alguna de las hijas, como por ejemplo la Carole Anne de Poltergeist, ni que estas fueran casi siempre prepúberes. No fue casual tampoco que un libro como El exorcista escrito por William Peter Blatty en 1971 y su adaptación cinematografica de 1974 a cargo de William Friedkin alcanzaran una éxito tan furibundo. El acierto principal del libro de Blatty fue el de  escribir sobre la posesión demoniaca de una joven de 12 años en un periodo en el que millones de padres veían convertirse a sus hijos en monstruos delante de sus propios ojos. Monstruos que hablaban como adultos, blasfemaban como adultos, que ignoraban sus órdenes y que desplegaban una sexualidad nada acomplejada. El caso de posesión sobre el que Blatty basó su novela ocurrió en 1949 en Maryland y aquejó a un pobre muchacho (El exorcismo se realizó en efecto, aunque el sacerdote que lo ofició albergaba serias dudas sobre que aquel mozalbete albergara una legión de demonios en su interior. Pero en el momento de su publicación, el libro coincidió con  un conflicto generacional latente. Ya desde finales de los 60 los niños habían dejado de ser «The innocents«, como se titulaba la magnífica versión cinematográfica del relato Otra vuelca de tuerca (1898) de Henry James dirigida por Jack Clayton en 1961 . Los niños se habían convertido en personitas caprichosas, vengativas, airadas e irreconocibles.

Este fenómeno queda aún más claro en uno de los casos de poltergeists mejor documentados del mundo, el caso ocurrido en 1977 en Enfield, un suburbio de Londres. Peggy Hodgson, divorciada, y sus cuatro hijos sufrieron durante meses las molestias de vivir con un «duende burlón». Muebles que se movían solos, ruidos en las paredes, cucharas dobladas, súbitas corrientes de aire gélido e incluso piezas de lego que presuntamente volaron golpeando en la cabeza a uno de los periodistas allí destacados. El caso Enfield tuvo también la particularidad de que dos agentes de policía afirmaron haber visto una silla levitar y así lo dejaron registrado en un atestado. A la casa concurrieron médiums e investigadores, entre ellos el célebre Maurice Grosse, ingeniero e inventor quien había comenzado a interesarse por la temática sobrenatural tras la muerte de su hija en un accidente de tráfico. Grosse pronto dictaminó que los misteriosos sucesos orbitaban alrededor de Janet, la hija 11 de años de edad, que como la niña de El exorcista era en ocasiones poseída por una presencia, un tal Bill, que hablaba por su boca con una voz grave y áspera. El caso Enfield tuvo una cobertura mediática inusitada que terminó en decepción cuando se descubrió que Janet y su hermana Margaret de 14 años eran las que producían los fenómenos (o parte , según declararon después ellas). Las niñas no eran ningunas criaturas celestiales.

Pero los fantasmas suburbanos que «vinieron de dentro de» no se nutrieron solo de la angustia que los padres setenteros sentían ante la llegada de sus hijos a la adolescencia. Otro de los aciertos de El exorcista fue el de explotar la figura de una madre heterodoxa, estrella de cine divorciada, símbolo de una nueva generación femenina más liberada, a la que se culpaba de forma implícita de que su hija fuera poseída, es decir, de que se hiciera adulta demasiado deprisa (muchas veces las imágenes que produce el genero de terror son literales; que una muchacha se masturbe con un crucifijo es un símbolo transparente). Si repasamos uno a uno los casos que hemos mencionado hasta el momento vemos que tanto Peggy Hodgson, la madre de las chicas de Enfield, como la Sra Lutz de Amityville eran divorciadas. Esta última por cierto, declaró sentir que una presencia la abrazaba lujuriosamente por las noches. ¿Su ex-marido, quizás? ¿La culpa?. Al menos la Sra Lutz tuvo más suerte que Doris Bither, quien aseguraba haber sido violada de forma brutal y frecuente durante varios años por una entidad invisible. Su historia, convertida en novela por Frank De Felitta, llegó a la gran pantalla con El ente (Sidney J Furie, 1982). Esta magnífica película protagonizada a su vez por una bellísima Bárbara Hershey explotaba por un lado el miedo  a la irrupción del mal en el propio hogar y por otro el terror más cotidiano de la mujer en el mundo moderno. El film señalaba los aspectos más conflictivos de la biografía de Bither, a la que se le cambiaba el nombre por el de Carla Moran: Que no estaba casada, que sus hijos eran de padres distintos, y que vivía sola con ellos en una casa humilde. Pero si El ente resulta estupenda es porque en lugar de utilizar esos elementos para construir una fábula moralizante sobre el drama que supuestamente vivió aquella mujer, elaboraba una historia de angustia genuina en la que la protagonista busca el apoyo de la ciencia, de su médico, de su pareja y de la sociedad sin demasiado éxito. Su único apoyo es su mejor amiga, casada con un auténtico merluzo de quien constantemente asegura querer divorciarse. Carla sin embargo aparece como una mujer liberada y valiente, de una sexualidad obvia (tiene incluso una relación rayana en lo incestuoso con su hijo mayor). Esa sexualidad es la que resulta dolorosa para el arquetipo masculino cavernario encarnado en ese ente bestial que abusa de ella a su antojo. La película adopta se posiciona en favor del fenómeno paranormal pero sobre todo es el relato de una mujer acorralada por las circunstancias y las convenciones, una mujer que podría ser cualquiera en la sociedad de los primeros 80.

Curiosamente, El ente tendría un correlato español (no me atrevo a decir una exploitation) en El ser (1982), interesante e insólito film dirigido por Sebastián D’Arbo, famoso investigador español de lo paranormal, casi un hombre del Renacimiento, y protagonizada por una Mercedes Sampietro en un estado de esplendor que en nada envidiaba al de la Hershey. En El ser no hay cuestionamiento de los modelos familiares (es la España de los primeros 80, qué le vamos a hacer), pero sí una historia que podría llamarse «Ulises de ultratumba»: el personaje de Sampietro queda viuda y con dos hijos, pero su marido regresa de entre los muertos para protegerla de un empresario desalmado, un promotor inmobiliario sobón y un pretendiente guaperas.

Los terrores sobrenaturales de los 70 y 80, por tanto, reflejaban una angustia social sobre los cambios rapidísimos que se estaban dando en la relación entre padres e hijos, en los modelos de familia y en el rol de las mujeres. Puede decirse que aquellos espectros que recorrían el mundo eran los espectros salidos de las tumbas del amor romántico.

(Continuará)

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